jueves, 27 de noviembre de 2008

De moscas, piedras y vacas

Podría borrar las pocas palabras que he escrito, intentar borrar de mi mente lo que he vivido y hasta intentar nacer de nuevo. Podría también dejar la birome sobre la mesa de madera barnizada, ponerme un abrigo y salir a buscarte. Dar vueltas por la ciudad mientras el divague y el fluir por las calles y avenidas me llevan a ese lugar común que es entender que vos nunca sentiste lo mismo que yo siento por vos. Daría vueltas como una mosca encerrada en una habitación. Las ventanas y las puertas están cerradas y ese que supuestamente tiene alas (aunque supongo que coincidimos en que es un bicho horrible, muchos ojos y cuerpo redondo) busca una salida, atrapado en paisaje ajeno. Las moscas no piensan. No tienen lenguaje y no buscan una salida, tan sólo vuelan y se golpean contra las ventanas. El insecto da vueltas buscando una salida y no la encuentra a pesar de que no hay ningún laberinto y todo está tan claro. Una posible consecuencia de la mosca encerrada es la siguientes: la captora duerme y la mosca da vueltas, la mosca hace ruido e intenta despertar a la muchacha (todos sabemos que era una muchacha) para que en determinado momento, molesta por no poderse dormir, ella se levante y abra la puerta o la ventana (sería divertido verte salir por la ventana, enfadada y sabiendo que no hay más yerba) y así la mosca pueda salir del cuarto. Entonces ¿hay una mosca encerrada porque alguien la puso ahí o la mosca se dejo capturar? Y además yo no estoy seguro que la mosca salga si la puerta se abre. Quizá el bicho siga dando vueltas y no se de cuenta que hay una salida (nunca sabremos si no la ve o no la usa simplemente). Basta, che. Las moscas no piensan. Basta de hablar de esto que acá no hay historia pero sí hay cuento, y quiero saber que me pasará si es que agarro el abrigo y finalmente decido ir a tu casa. Otra posibilidad es que la mosca se canse de intentar salir (suponiendo que sí quiere salir) y comience a escribir algo que nunca nadie leerá. Y ni siquiera la mosca entiende porque lo escribe (¡pero las moscas no escriben!), ni tampoco entiende porque no corre o mejor vuela hacia alguna parte. Y no entiende porque sólo está encerrada en su mente y es de ahí de donde en verdad no puede-quiere salir. Y lo peor de todo es que su mente no piensa porque no tiene lenguaje. Por último, ese no-laberinto, ese amar y que no te amen, ese pensar aunque tus capacidades físicas supuestamente no lo permitan, es lo que confunde al bicho cada vez más. La confusión es pensar de más. Y entonces, lamentablemente, no puedo hacer nada más que seguir escribiendo y me asombro de la cantidad de cosas que podría hacer y que preferiría hacerlas (¡Acá tenés Bartleby!) pero sigo con la pluma en la mano y sé que no es por ninguna ley física (acá no hay inercia ni relatividad) y que no soy una mosca (la única diferencia es que ella se reproduce y yo tengo sexo) y en consecuencia: ¿Pienso? Pero tener sexo no es lo mismo que pensar. Es más, son exactamente dos puntos opuestos que se unen, que confluyen en el mismo lugar, dos puntos atados, mi cerebro y mi miembro unidos por una soga imaginaria. El sexo y los pensamientos están en mi cuerpo.
Podría borrar todas estas cosas que he escrito, romper la hoja en cuatro partes desiguales y tirarlas por la habitación, hacer fuerza para convertirme en mosca y no conseguirlo, después frústrame, dejarme morir y nuevamente nacer para decir que voy a ir a buscarte. No a dar vueltas por la ciudad, sino salir a buscarte. Sin el abrigo, tomo un taxi con una mano de cigarro encendido, el viento en la cara a través de la ventanilla del auto. Después estar veinte minutos frente a tu puerta. Espiarte, mirarte y enloquecerme a través de una cerradura. Y tocar el timbre y salir corriendo (y sí, sigo siendo ese pendejo de mierda, ni debería aclararlo). Salir corriendo y que vos abras apresuradamente, sabiendo que fui yo y que ya debo estar cerca de la parada del colectivo. Y me vas a buscar y nos besamos y ahí sí sería el hombre más feliz del mundo. Y que no haya más moscas, más vacas ni perros emplumados. Besarte. O al menos eso es lo que espero.

lunes, 17 de noviembre de 2008

Resaca Zen

Es penoso cuando la resaca comienza a aparecer antes del amanecer. Mucho peor es cuando, al día siguiente y con el techo de la carpa recalentado por un sol a medio viaje, uno se despierta. El dolor de cabeza aumenta por los ronquidos del compañero y ya sólo se busca el cierre. Ese maldito cierre falseado que a la noche deja entrar ese vientito, invitando a tomar algún buen trago. Y de día no abre y ha causado más de una explosión de vejiga. Sin embargo, cuando uno logra salir de ese horno de olor pestilente y arañas carnívoras, al ver la pureza del lago y su eterna claridad, comienza la fase regenerativa. Y como nadie aparenta mirar lo que hace un resacoso a pleno mediodía, mi cuerpo desnudo se zambulle en el agua. No consigo permanecer allí dentro más que algunos pocos minutos. Es un infierno helado. Salgo y me tiro el la playa esperando que los rayos del sol funcionen a modo de toalla. Sin cerrar los ojos, contemplo. Allí todo es hermoso. Las montañas, con sus cabezas blancas, parecen ancianas cansadas de esperar que alguien las camine, las deforme y las vuelva a deformar. Su asimetría las hace más bonitas. No buscan la perfección, son naturales. Los ríos y los arroyos recorren las montañas, las deforman y llegan al infierno. Miles y miles de litros de agua quedarán enterrados en el pozo. El infierno es seductor y, como al río, nos seduce. Pero una vez allí dentro, se vuelve traicionero. Calambre y uno más al cajón.
El infierno refleja los árboles y los pantanos, los pájaros, los incendios y mil lunas. Pero no apaga los incendios. El infierno no interviene, sólo espera. Refleja el viento y el silencio. O quizás sea al revés, y la vida sea el reflejo del infierno. El infierno es hermoso, es encantador. No nos acepta y me traiciona. Hasta intentará matarme, con tal que yo no lo mate a él. Parece débil el infierno, debe defenderse de un resacoso desnudo. Y hasta que uno se sumerge es hermoso. Y de a poco entiendo que no soy parte de nada de eso, pero igualmente quiero meterme ahí, como cuando un grupo de compañeros de la infancia que me cargaban y lloraba e igualmente intentaba ser su amigo. Busco al infierno y al silencio: no ese silencio de templo, que todos sabemos que es artificial, sino al silencio de la inmensidad. Y es que allí todo fluye. Fluye el río hacia el lago y las montañas a su deformidad. Pero yo sólo me muevo. Me involucro y miro hacia arriba. Mi amigo se ha despertado. A él también le duele la cabeza. Comenzamos a recordar y las risas tapan y esa distancia entre el lago y yo, el silencio y mi mente, la paz y la naturaleza aparecen con más fuerza. Pero yo no me doy cuenta. Las risas tapan. El silencio ya no existe y todavía no conozco persona que lo haya podido encontrar.