lunes, 29 de diciembre de 2008

Tras de ti

Te veo. Estás ahí, sentada sobre la arena, frente al mar. Arrancas caracoles incrustados en el suelo y los arrojás lo más lejos que podés. Algunos llegan hasta el agua e impactan contra las olas, las atraviesan y las gotas salen disparadas. Intentás romper las olas, las más pequeñas, las que están ya por desaparecer, sobre la orilla. Las olas que se encuentran más cerca. Y no lo logras. Las olas desaparecen por sí solas. Las atravesás pero ellas se regeneran, cubren rápidamente el hueco que dejó el caracol con otro poco de agua y luego sí, desaparecen. Entonces el mar se retira y luego vuelve a aparecer y llega nuevamente a la orilla, otras olas, un mar insistente. Los caracoles que arrojas atraviesan las olas y luego se hunden por su propio peso: se mezclan con la arena mojada para quedar enterradas en el fondo del mar. Tus largas uñas se llenan de arena cuando arrancas los caracoles. Pareciera un mecanismo de defensa. El mar y la arena contra vos. Miles y miles de kilos de arena no entran en ese recoveco que queda entre tus dedos y tus uñas. Supongo que después con la punta de un lápiz o un escarbadientes intentarás quitártela. Vos contra la arena y el mar y yo, mientras tanto, te veo.
En la playa no hay viento. Tu pelo no se mete dentro de los ojos. Eso ya no pasa. Tu pelo tapa eso granos de la espalda que tanto te molestan. Te estoy viendo en este preciso momento. Te observo directamente pero vos mirás al mar. Pero yo también miro el mar. De modo que vos a mí me das la espalda. Quizás ni siquiera sepas que yo me encuentro tan solo algunos metros detrás. Yo estoy parado y vos estás sentada. Entonces veo, desde más arriba, a vos al mar y al sol. A ese sol que se esconde cada vez más. Y vos no haces nada para evitarlo. Ni siquiera lo intentas. Tampoco se si te interesa hacer algo para que el sol no se esconda. Yo sin embargo (que sé que me interesa) tampoco hago. Tan solo me quedo parado algunos metros detrás mirándote arrojar caracoles al mar. Y me doy cuenta que preferiría dejar de sentir y convertirme en piedra y luego en arena, para que vos me agarrares y tener algo de suerte y quedar entre tu piel y esa suave costra de calcio que son las uñas. Pero después claro, con un simple escarbadientes me limpiarías y ahora desde el suelo te observaría. Yo convertido en arena, descartado de tus uñas y sin sentir te seguiría viendo desde otro lugar. Sin embargo creo que vos intentás que yo sea el mar y lastimarme con esos pequeños caracoles. O no, mejor aún: intentás que los caracoles lleguen al sol, para avisarle que no querés que se vaya aunque yo estoy ahí nomás, unos pasos detrás de vos. Pero el sol se irá, indefectiblemente se irá y yo no seré ni mar ni arena. Todo eso no pasará y yo estoy detrás de vos y sólo veo como dejas que el sol se esconda, que se pierda en la noche.
Sin haber visto tu rostro me doy cuenta que hace algunas horas lloraste pero ya no. Ahora sólo te dedicas a arrojar caracoles al mar, mientras el sol se esconde y yo sigo mirándote, respirando, sin que te des cuenta de nada. Pero el sol se terminará de esconder y quizá de eso tampoco te des cuenta pero en algún momento ya no tendrás más caracoles que arrojar contra el mar y te agarrará hambre y te levantarás para irte. Te pararás y darás media vuelta y en ese momento me verás.



Tras de ti quedaba
me vi
miraba la nada
sentí

Que te ibas yendo
sola y sintiendo
que el miedo es tiempo.

Lluvia en tus cabellos
por mí
mil noches oscuras
temí.

Te vi llorando
quedé pensando
siempre el pasado.

Si tú te quedas
te estás matando
y en los sollozos
te vas quedando
luego sentías
tu alma en la mía
y esa mirada
que va llevando.

Letra y Música - Eduardo Mateo

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martes, 9 de diciembre de 2008

Asesiname

Yo hubiese preferido ir a tu casa. Ese sofá siempre me resultó cómodo. La posición siempre era la misma, los pies pegados a la cola y las rodillas hacia fuera, chocando contra la parte inferior del apoya brazos. A veces vos te sentabas a upa y al rato se me acalambraba todo el cuerpo. Sin embargo, nunca dije que pesabas, me la aguantaba y a veces conseguía que algunos besos aparecieran. Otras veces, te dabas cuenta que ya no soportaba más el peso de tu cuerpo y te ibas de mí sin que yo te lo pidiese. Estoy gorda, me decías espontáneamente y yo no sabía nunca si decirte que sí (así no jodías más) o que no para que eso de llorar los miércoles no se haga rutina.
Me hubiese gustado sentarme por última vez en ese sillón. Después seguro la policía lo usaría como prueba del crimen o algo parecido. Pero vos preferiste un lugar neutral. A mí, más allá del fucking sillón me daba lo mismo. Era verano, y en la plaza quizás habilitábamos algunas cervecitas. Del sexo ni hablar, después de lo del sillón era imposible remontar la situación y vos a mi casa te negabas a ir por eso de que podías lastimar a mi hermano menor y otras pelotudeces. En la plaza tampoco iba a dar para el toqueteo, ahora los pendejos se quedan hasta tarde jugando a la pelota y los viejos se reparten el tiempo entre las bochas, criticar mierda y el ajedrez. Igualmente se notan que los tipos esos ya vivieron la vida. Hacen lo que a todos nos gusta. Primero, juegan a las bochas, considerado como un deporte, por lo tanto, hacen actividad física. ¡Qué grandes los viejos! Hacen actividad física mientras yo me pudro, mojado de sudor, en un bondi. Voy a encontrarme con vos en la plaza así me disparas de una buena vez. Tampoco es que el tema de las bochas provoque mucho cansancio, pero ¿que más les podemos pedir? Perón y eso ya les rompieron bastante los huevos y deben tener ganas de mandar todo a cagar. ¡Qué grandes los viejos! Yo también quisiera mandar todo a cagar. Segundo, criticar mierda: a todos nos encanta criticar mierda, que el presidente esto, que el diez de Boca no la ve ni con anteojos. Los tipos esos ya laburaron y ahora hacen lo que les gusta. Tercero y último, ajedrez, estrategia y planificación. Nadie dice que sean grandes jugadores (seguro que alguno lo es) pero de ahí salen las ganas de mañana seguir diciendo mierda, jugando a las bochas y por último una partidita de ajedrez.

Siempre tuve las cosas en claro: a la plaza fui a que me pegues un tiro. Sacate la bronca como los viejos, pero sin ajedrez ni estrategia ni hablar al pedo. Los viejos no tienen nada más que hacer que eso, pero vos tenés una vida por delante. La idea era llegar, buscarte, y así, de una, que dispares. Llegué un poco tarde a propósito. Te enojas y entre eso y los nervios, apenas me ves, sacás el arma y me disparas. Desde lejos y sin práctica es imposible que me emboques en el bobo. En un brazo o en una pierna no pasa nada, tres semanas sin ir al laburo por una ex novia asesina y listo.
Cuando me bajé del colectivo, a primera vista, no te vi. Supuse que estabas metida en la mitad de la plaza. Los viejos estaban ahí, pero más al borde, casi donde pasan los autos. Después aparecen los pibes en la canchita de cemento rodeada de alambre roto y después vos. Estabas apoyada contra un árbol. Un pie en el suelo y el otro contra el árbol. Una rodilla flexionada y la otra estirada. Te limabas las uñas. Mirabas hacia abajo y te limabas las uñas. Las cosas no salían como yo esperaba. Vos no estabas nerviosa y no me esperabas con un revólver en la mano. A unos treinta metros tuyo dejé de caminar. Me quedé ahí parado, mirándote. Te parabas como alguien que sabe lo que tiene que hacer. Un rato largo estuve así. Si alguna cámara hubiese filmado esto, debería haber hecho un primer plano de todo tu cuerpo y más allá de lo estéticamente horroroso que era tu físico, hubiese sido una escena hermosa. El cese de movimientos en la filmación produce un efecto: todo pasa más lento. El poco tiempo que pasó entre que dejé de caminar y que vos te diste cuenta que yo estaba ahí fue, para mí, una eternidad. De pronto deje de participar de la escena, me convertí en espectador y vos quedaste en una especie de monólogo mudo incomprensible. De fondo: los viejos, los pibes del barrio, los pajaritos y un vago que duerme tirado al sol. El sonido de la lima frotándose en tus uñas. Y tú espera. La posición de tus piernas. Como si supieses que estando así parada podés estar esperándome todo el tiempo que sea necesario. Como un músico o un bailarín de gran técnica saben la posición ideal de sus dedos y los movimientos que deben hacer. Como el ajedrez, táctica y estrategia. Y después, recién después el movimiento. Horas y horas de ensayo para el concierto, el partido, el disparo. Vos no te movías pero tampoco había cámara. El tiempo en realidad no se había detenido un carajo y yo sólo te habré mirado los suficientes segundos.
La cancha de futbol de cemento y el alambre roto que la rodea. Un golpe que viene desde afuera y corta el tiempo, rompe la situación de un modo abrupto y tajante. Un burro, como dirían los viejos de más allá, tiene chance de gol y no. La manda a la mierda. Pibe, no nos alcanzas la pelota, me pregunta, y vos te desconcentras, escuchás y alzas la vista. Me ves. Y yo sigo completamente pasivo. Ahora vos sos la que caminas hacia mí. Y yo parezco un rey en jaque. La reina se acerca de frente. Te acercas rápidamente y yo ya no sé si esa bala es parte de mi cabeza o si en verdad querrás matarme. Que divertido hubiese sido que te tropieces con la raíz del árbol en el que te apoyabas y te caigas y te embarres las rodillas, pero no, caminas como alguien que sabe lo que tiene que hacer y parece que no tenés ese pequeño sobrepeso burgués que odias y te avergüenza pero tan bien sabes portarlo que pareciera que lo llevas con orgullo. Pareces otra persona. Te parás justo en frente mío y me saludás. No te respondo pues no hace falta. Ya sacaste el cuchillo. El burro que manda la pelota a la mierda se acerca y supongo que ha visto el cuchillo y eso sí te pone nerviosa. Los viejos, la táctica y la estrategia, todo lo planificado en el momento de la acción ya no importa una mierda. Pues en el ajedrez sólo hay blancas y negras, no hay cuchillos ni pistolas, burros, pelotas, raíces, viejos ni hijas de puta. ¡Hija de puta caí en tu trampa, hija de puta! Algunos le dicen jaque mate. Y ahí nomás me lo clavaste.

Según me dijo mi viejo, que le dijo el burro que tira la pelota a la mierda, vos te fuiste corriendo apenas me lo clavaste. Y obvio, contesté, no te ibas a quedar mirando como me desangraba en una tarde de martes. Y es que el burro terminó siendo buena persona. Me trajo al hospital y se quedó haciéndome compañía hasta que mi viejo y mi hermano llegaron. Ni siquiera les pidió la guita del taxi.
En el tórax parece que fue la herida. Una perforación que me lastimó un pulmón. Hubo operación de no se que garcha y ahora sí, reposo absoluto por 2 meses. Todavía mejor que si me hubiese pegado un tiro desde lejos.
Perdí mucha sangre y la herida aún duele. Igual en lo que más pienso es en que los viejos deben estar todavía ahí en la plaza. No debe ser el primer intento de homicidio que presencian. “Algo habrá hecho” habrá dicho alguno. La policía fue a tu casa para arrestarte. Supongo que ni ellos pensaban encontrarte. Sin culpas, primero las esposas, el buzo en la cabeza por las cámaras, que ahora sí te filmaban, y arriba del auto. Me dijo mi viejo también que estuviste poco en la cárcel. Los mismos ratis se dieron cuenta que estabas piripipí. El juicio fue un trámite, un día sólo de sesión y al buche. Está loca, completamente desquiciada. La causa quedó archivada y a vos te pusieron la camisa de fuerza. Creo que no tengo cargo de conciencia, te volviste crazy vos solita. Sin embargo, supongo que alguna vez, te iré a visitar.

jueves, 27 de noviembre de 2008

De moscas, piedras y vacas

Podría borrar las pocas palabras que he escrito, intentar borrar de mi mente lo que he vivido y hasta intentar nacer de nuevo. Podría también dejar la birome sobre la mesa de madera barnizada, ponerme un abrigo y salir a buscarte. Dar vueltas por la ciudad mientras el divague y el fluir por las calles y avenidas me llevan a ese lugar común que es entender que vos nunca sentiste lo mismo que yo siento por vos. Daría vueltas como una mosca encerrada en una habitación. Las ventanas y las puertas están cerradas y ese que supuestamente tiene alas (aunque supongo que coincidimos en que es un bicho horrible, muchos ojos y cuerpo redondo) busca una salida, atrapado en paisaje ajeno. Las moscas no piensan. No tienen lenguaje y no buscan una salida, tan sólo vuelan y se golpean contra las ventanas. El insecto da vueltas buscando una salida y no la encuentra a pesar de que no hay ningún laberinto y todo está tan claro. Una posible consecuencia de la mosca encerrada es la siguientes: la captora duerme y la mosca da vueltas, la mosca hace ruido e intenta despertar a la muchacha (todos sabemos que era una muchacha) para que en determinado momento, molesta por no poderse dormir, ella se levante y abra la puerta o la ventana (sería divertido verte salir por la ventana, enfadada y sabiendo que no hay más yerba) y así la mosca pueda salir del cuarto. Entonces ¿hay una mosca encerrada porque alguien la puso ahí o la mosca se dejo capturar? Y además yo no estoy seguro que la mosca salga si la puerta se abre. Quizá el bicho siga dando vueltas y no se de cuenta que hay una salida (nunca sabremos si no la ve o no la usa simplemente). Basta, che. Las moscas no piensan. Basta de hablar de esto que acá no hay historia pero sí hay cuento, y quiero saber que me pasará si es que agarro el abrigo y finalmente decido ir a tu casa. Otra posibilidad es que la mosca se canse de intentar salir (suponiendo que sí quiere salir) y comience a escribir algo que nunca nadie leerá. Y ni siquiera la mosca entiende porque lo escribe (¡pero las moscas no escriben!), ni tampoco entiende porque no corre o mejor vuela hacia alguna parte. Y no entiende porque sólo está encerrada en su mente y es de ahí de donde en verdad no puede-quiere salir. Y lo peor de todo es que su mente no piensa porque no tiene lenguaje. Por último, ese no-laberinto, ese amar y que no te amen, ese pensar aunque tus capacidades físicas supuestamente no lo permitan, es lo que confunde al bicho cada vez más. La confusión es pensar de más. Y entonces, lamentablemente, no puedo hacer nada más que seguir escribiendo y me asombro de la cantidad de cosas que podría hacer y que preferiría hacerlas (¡Acá tenés Bartleby!) pero sigo con la pluma en la mano y sé que no es por ninguna ley física (acá no hay inercia ni relatividad) y que no soy una mosca (la única diferencia es que ella se reproduce y yo tengo sexo) y en consecuencia: ¿Pienso? Pero tener sexo no es lo mismo que pensar. Es más, son exactamente dos puntos opuestos que se unen, que confluyen en el mismo lugar, dos puntos atados, mi cerebro y mi miembro unidos por una soga imaginaria. El sexo y los pensamientos están en mi cuerpo.
Podría borrar todas estas cosas que he escrito, romper la hoja en cuatro partes desiguales y tirarlas por la habitación, hacer fuerza para convertirme en mosca y no conseguirlo, después frústrame, dejarme morir y nuevamente nacer para decir que voy a ir a buscarte. No a dar vueltas por la ciudad, sino salir a buscarte. Sin el abrigo, tomo un taxi con una mano de cigarro encendido, el viento en la cara a través de la ventanilla del auto. Después estar veinte minutos frente a tu puerta. Espiarte, mirarte y enloquecerme a través de una cerradura. Y tocar el timbre y salir corriendo (y sí, sigo siendo ese pendejo de mierda, ni debería aclararlo). Salir corriendo y que vos abras apresuradamente, sabiendo que fui yo y que ya debo estar cerca de la parada del colectivo. Y me vas a buscar y nos besamos y ahí sí sería el hombre más feliz del mundo. Y que no haya más moscas, más vacas ni perros emplumados. Besarte. O al menos eso es lo que espero.

lunes, 17 de noviembre de 2008

Resaca Zen

Es penoso cuando la resaca comienza a aparecer antes del amanecer. Mucho peor es cuando, al día siguiente y con el techo de la carpa recalentado por un sol a medio viaje, uno se despierta. El dolor de cabeza aumenta por los ronquidos del compañero y ya sólo se busca el cierre. Ese maldito cierre falseado que a la noche deja entrar ese vientito, invitando a tomar algún buen trago. Y de día no abre y ha causado más de una explosión de vejiga. Sin embargo, cuando uno logra salir de ese horno de olor pestilente y arañas carnívoras, al ver la pureza del lago y su eterna claridad, comienza la fase regenerativa. Y como nadie aparenta mirar lo que hace un resacoso a pleno mediodía, mi cuerpo desnudo se zambulle en el agua. No consigo permanecer allí dentro más que algunos pocos minutos. Es un infierno helado. Salgo y me tiro el la playa esperando que los rayos del sol funcionen a modo de toalla. Sin cerrar los ojos, contemplo. Allí todo es hermoso. Las montañas, con sus cabezas blancas, parecen ancianas cansadas de esperar que alguien las camine, las deforme y las vuelva a deformar. Su asimetría las hace más bonitas. No buscan la perfección, son naturales. Los ríos y los arroyos recorren las montañas, las deforman y llegan al infierno. Miles y miles de litros de agua quedarán enterrados en el pozo. El infierno es seductor y, como al río, nos seduce. Pero una vez allí dentro, se vuelve traicionero. Calambre y uno más al cajón.
El infierno refleja los árboles y los pantanos, los pájaros, los incendios y mil lunas. Pero no apaga los incendios. El infierno no interviene, sólo espera. Refleja el viento y el silencio. O quizás sea al revés, y la vida sea el reflejo del infierno. El infierno es hermoso, es encantador. No nos acepta y me traiciona. Hasta intentará matarme, con tal que yo no lo mate a él. Parece débil el infierno, debe defenderse de un resacoso desnudo. Y hasta que uno se sumerge es hermoso. Y de a poco entiendo que no soy parte de nada de eso, pero igualmente quiero meterme ahí, como cuando un grupo de compañeros de la infancia que me cargaban y lloraba e igualmente intentaba ser su amigo. Busco al infierno y al silencio: no ese silencio de templo, que todos sabemos que es artificial, sino al silencio de la inmensidad. Y es que allí todo fluye. Fluye el río hacia el lago y las montañas a su deformidad. Pero yo sólo me muevo. Me involucro y miro hacia arriba. Mi amigo se ha despertado. A él también le duele la cabeza. Comenzamos a recordar y las risas tapan y esa distancia entre el lago y yo, el silencio y mi mente, la paz y la naturaleza aparecen con más fuerza. Pero yo no me doy cuenta. Las risas tapan. El silencio ya no existe y todavía no conozco persona que lo haya podido encontrar.

miércoles, 29 de octubre de 2008

El espacio y la hamaca

Con una claridad de infancia se alegra la mañana
en un recuerdo impreciso de campo y cielo azul.
Nubes de humo irisado abren paso a la luz
que viene
como una novia a los quince años.
Juan L. Ortiz- Edgardo Cardozo



Apenas apoya la mitad de su cola en el asiento sino sus pies no tocan el suelo. Comienza a caminar hacia atrás pero, por el pasto mojado, resbala y cae y se moja con el rocío del domingo por finalizar. Es un piloto de avión. No, mejor un astronauta decidido a conocer el espacio exterior. Sin embargo, aún no consigue siquiera despegar. Debe tomar más confianza.
De pronto, como una especie de inspiración, entiende que las cadenas que sostienen la hamaca pueden funcionar a modo de cinturón de seguridad. Se agarra fuertemente de ellas y consigue no volver a resbalar y caer. Ahora podrá despegar con tranquilidad. En puntas de pie, retrocede primero y luego corre hacia delante y lo consigue. El envión inicial es, quizás, la parte más importante para lograr el objetivo de manera óptima. Contento por haber dado el primer paso sin ayuda alguna, comienza el viaje. Está en el aire y se mueve. Va hacia atrás y hacia delante. Realiza una serie de movimientos, como consecuencia de movimientos anteriores, movimientos repetidos y consecuentes. Se desenvuelve en el manejo de la nave a la perfección. Cuando va hacia atrás ubica las piernas debajo del asiento. El movimiento pareciera que describe una semicircunferencia, hacia atrás y se eleva, hacia delante y también se eleva, pero nunca completa la figura, siempre cambia de sentido en el momento justo. Va hacia atrás y luego de haber alcanzado ya cierta altura, extiende las piernas hacia delante, perfectamente estiradas, como para combatir cualquier desprendimiento rocoso del espacio. Entonces, las piernas funcionan a modo de volante y también de protección. El ciclo de los movimientos del niño se refleja en la hamaca. Hacia delante y hacia atrás, como un ciclo. No se sabe si ir hacia adelante es consecuencia de haber ido primero hacia atrás o al revés. O quizás ninguna de la dos.
De a poco la nave va tomando más velocidad, cada vez se eleva más y la hamaca se acerca al cielo. El niño sabe que ese ciclo terminará con el momento crucial de la historia, pues esa es la única forma de romper un ciclo. Algo que sólo por inercia podría seguir durante toda una infancia, se romperá cuando intente realmente llegar al espacio exterior. Delante suyo, su madre. Las piernas cruzadas y un cigarrillo que se consume entre sus dedos. De fondo, el sol que desaparece. A su lado, un piloto de autos está por ganar su primer carrera de fórmula uno.
Pero de pronto, debe decidirse, su madre se ha levantado en su búsqueda: el baño, los restos de comida de toda la semana y por último la cama lo esperan. Debe saltar e intentarlo una primera y única vez. Primero debe pasar de estar sentado en la nave, a pararse. Entonces se pone en cuclillas, las rodillas pegadas al pecho y su espalda completamente estirada. Luego, solamente en un movimiento, se involucra y se para. Ya pareciera que el cielo lo espera de brazos abiertos. Un nuevo impulso es necesario, el salto se aproxima, sus pies dejan de tocar la tabla de madera que funcionaba de asiento y se eleva. Ya el corredor de carreras se perdió en las alturas del tobogán y su madre grita histérica a su lado. El salto parece ser bueno. Cada vez más parece que tocará las nubes. La felicidad es la primer y espontánea reacción. Sin embargo, antes de lo esperado, comienza a caer. Y la caída también es rápida. Preparado para esta situación, como un gato, prepara pies y manos para amortiguarla y cae.
Su madre corre, el niño se encuentra bien y es abrazado. Le ponen la campera, primero un brazo y después el otro y por último el cierre. Camina rumbo a casa, y en su camino patea una piedra, pero luego se agacha y la toma, guardándola en el bolsillo derecho del pantalón. Mañana será un futbolista, o mejor aún, un luchador de sumo.

lunes, 6 de octubre de 2008

Tu última noche

Tu última noche del mundo es hoy,
la luna ilumina tus recuerdos.

Mirás con ojos, lágrimas.
El miedo, ahuyentan las sonrisas.

Hasta que vuelvan las musas













La última noche del mundo, El hombre ilustrado, Ray Bradbury.

martes, 30 de septiembre de 2008

Sueñero

Me desvisto, primero el pantalón, desabrochar el cinturón, desabotonarse botones, bajarse el cierre de la bragueta, pulóver y camisa al mismo tiempo. Las medias. Y acostarse. Cierro lo ojos y no veo nada, todo oscuro, durante un rato, quieto, en un colchón, solamente yo y nada. No puedo dormir. Abro los ojos y no logro acostumbrarme a lo que veo. Un hueco de luz se desnuda frente a mí y luego se escapa. Ahora sí: verdadera oscuridad, cuando lo que me iluminaba antes, ahora ya se ha ido, o yo no lo encuentro. Aunque se que eso que veía existía porque yo estaba entredormido, y cuando uno está en ese estado no razona, o le cuesta un poco más. ¿Como un hueco de luz se va a desnudar frente a mí? ¿Que es un hueco de luz? Explícamelo, por favor.

Cuantas veces he de repetir algunas mismas palabras pero en otros lugares, formando parte de distintas frases como estas que pronuncio ahora, sólo en mi mente. Aún acostado, queriendo quizás escribirlas para que mañana, cuando todo esto que me está sucediendo ahora sea sólo un recuerdo, inevitablemente un recuerdo, pueda leerlas y reírme de mí, al empezar un nuevo día. Y las pienso y las formo, y me acuerdo también que la canaleta de la terraza está tapada de hojas y que para mañana pronostican lluvia. Pienso todo esto, pero no lo escribo. Y así, estas palabras se me escapan, migran como palomas acosadas por el otoño. Y eso que las palomas saben que el otoño siempre llega. Que el otoño llegue es inevitable. Como el invierno. Primavera y verano. Esa claridad de la siesta del verano caluroso que me despierta por la tarde. Esa claridad que, ya de noche, y no de día caluroso de verano, cuando dormir se complica y las canaletas, los plomeros y los mosquitos molestan, primero no aparece pero luego, al abrir los ojos, una tenue luz oscura aparece, y parece que nace de mis propios ojos, que más allá de que no demuestren claridad, sí parece que logran hacer aparecer un dejo de luz. De a poco me acostumbro a mi propia luminosidad, como nos acostumbramos a todo. Y entonces vemos, volver del intentar dormirnos. Abrir los ojos y ver. Pero es sólo un instante, como ese momento de euforia previo a la muerte: mis ojos, después la luz y no entender y no escribir y que todo se diluya como agua de cañería. Entonces: un hueco de luz que se desnuda frente a mí y luego, se levanta, y se va.

miércoles, 10 de septiembre de 2008

En el bosque mientras


Detrás del sofá o quizás debajo del descanso de la escalera. Ahí, en la terraza siempre es donde te busco primero. Subo, giro la cabeza, no te veo y me vuelvo. Bajo por las escaleras y se te pone la piel de gallina cuando me encuentro justo arriba tuyo. Solo un trozo de madera perfectamente cuadrada y un soporte de acero macizo nos separa. Intentas no respirar, parecer un adorno viejo y roto que colocamos ahí hace años soñando con arreglarlo alguna vez, para después discutir acerca de donde colocarlo en algún lugar de la casa. Sigo bajando. Veo nuestro cuarto y decido buscarte ahí. A medida que me alejo de la escalera te vas aflojando y cuando yo entro al dormitorio, pensás en cambiar tu escondite. Sino, tal vez, ir detrás de mí y asustarme. Después besarnos. Finalmente, por indecisión, decidís quedarte ahí escondida y sentarte. Esperarás ahí el tiempo necesario hasta que yo te encuentre.
Diez, nueve, ocho, siete, seis, cinco, cuatro, tres, dos, uno, cero. “El que no se se escondió se embroma”. No hago nunca trampa, apoyo la cabeza contra mi brazo flexionado y, a la vez, este, lo apoyo contra la pared. Cierro lo ojos y escucho como te alejas para esconderte. Detrás del sofá o quizás debajo del descanso de la escalera. Tampoco estás en el cuarto. Llego a la cocina. Los platos del mediodía aún se encuentran sucios. El sol ya no aparece reflejado en las baldosas azules y entiendo que la tarde va llegando a su fin. Me hago un mate. Agarro la pava y la lleno con agua. La pongo en la hornalla. Abro la caja de los fósforos y saco uno cualquiera, uno al azar. Lo raspo contra el costado de la caja. Se enciende y, prendo la hornalla. Mientras se calienta el agua, meto yerba en el mate y coloco la bombilla. Ya sé que te molesta, que primero hay que echarle un chorrito de agua y después poner la bombilla así el mate tarda más en lavarse. Pero vos no estas acá. Vos estás debajo de la escalera o en algún otro lugar de la casa, esperas, agazapada, como un león silencioso que espera que su presa se acerque, para después, tomarlo por sorpresa, para matarlo. Yo no soy tu presa. Vos esperas ahí, que yo te busque y nos riamos del lugar que elegiste y lo difícil que fue encontrarte. Yo no soy tu presa. Yo sé que vos estás escondida, no sé donde, pero en cambio la víctima del león ni siquiera sabe que alguien lo espera. Y te hago desear más de lo acostumbrado. Ya no voy por la casa, susurrando tu nombre, enunciándolo en forma interrogativa. Ahora estoy sentado, me tomo un mate y hojeo el diario. Ya no quiero ser yo el que te encuentra, y te agarra, y nos reímos y te llevo como una pareja de recién casados a nuestro dormitorio para hacer el amor y quedarnos dormidos y después despertarnos el lunes y tener que ir a trabajar. Seguís esperando. ¿Y si yo no te encuentro y ya no te llevo a nuestro dormitorio? Apareces por la puerta de la cocina. No te miro, estoy concentrado en lo espesa que es la mermelada de frutilla con pulpa y lo que eso implica. Es mucho mas complicado esparcirla por la tostada. Supongo que estarás un poco enojada. Me preguntás porque no te estaba buscando. Estas son las últimas palabras. Ahora voy a entregarte esta carta.

martes, 9 de septiembre de 2008

Naturaleza muerta

El tiburón sabe buscar. Siempre vigila. Tiene hambre y hará cualquier cosa para saciarla. Así, su vigilia se transforma en acecho a cualquier presa. Y cuando el acecho se convierte en ataque, casi siempre, la presa en comida. Luego, el tiburón se divierte. Le gusta el sexo y se va de putas. Sino, se queda nadando por el Pacífico, su océano preferido. No le interesa el amor, sabe que el que siente, siempre muere antes, tiene más causas que la pueden provocar. Pero no por eso el tiburón es rebelde.
El tiburón duerme, también nada y recorre el mundo submarino, ha visto esos paisajes hermosos, esos que solo sus ojos son capaces de apreciar. El tiburón duerme, descansa y sueña. Quiere ser como el reptil o quizás algún mamífero: el elefante, por ejemplo, grande y fornido, aunque un poco lento. Siempre mira hacia arriba, a la superficie, esa línea divisoria entre el aire y el agua, y cree que le gusta el cielo. Imagina sus aletas recubiertas por hermosas plumas, para así conquistarlo todo. Añora lo que sabe que nunca obtendrá, eso es vivir, y sabe que morir no es el intento, ni tampoco el miedo a las cuevas oscuras y los colmillos afilados. El tiburón es hijo de la naturaleza, pero eso no lo vuelve sabio.
Al tiburón le gusta ser. Sueña y luego despierta. Tiene hambre. Se mueve y busca su presa. Las olas también se mueven, pero en un sin fin de sentidos, como para qué no las antrapen, aunque ellas sí que saben retirarse cuando pueden llegar a ser derrotadas. Así, el mar, pero también el viento, nunca dejan de moverse. El tiburón sí. Se acerca a su presa, que se mueve, como el viento y el mar, pero su presa muerta, como una marioneta, es manejada por alguien que en está ocasión ha sido más hábil que un simple tiburón, y cuando ataca y muerde a su presa, la tanza se estira. Pero al mar, eso no le interesa.

domingo, 7 de septiembre de 2008

Un Aguafuerte

Todos hemos sufrido alguna vez, cuando estamos leyendo en uno de esos viajes acalorados y eternos, la repulsiva mirada de un lector espía. Sin embargo, lo que a ellos realmente les interesa no son nuestros cuerpos decantados, sino más bien, lo que estamos leyendo. Su hábitat natural es el colectivo, pero, ante la enorme competencia, algunos han optado por trasladarse a los subtes o los trenes.
Los lectores espías tienen la costumbre, cuando están esperando el colectivo, de ubicarse al final de la cola, y si esto no parece posible, dejan ascender al ómnibus a todos los pasajeros, haciéndolo pasar como un acto de extrema caballerosidad. Varios expertos han intentado descifrar la razón que los lleva a tomar esa acción. Algunas hipótesis resultaron insoportablemente inoportunas, otras sin embargo, lograron obtener la atención de los curiosos. Una de estas hipótesis comenta que, al subir último, el lector espía tiene más tiempo para decidir a qué pasajero abordará en plena lectura (un diario o algún tipo de literatura). Otros y esta es quizás la hipótesis más aceptada en la comunidad, dicen que los lectores espías prefieren realizar su espionaje de parados, y al subir últimos al colectivo, tienen más posibilidades de quedarse sin asiento. Claro está que aunque haya asientos, uno puede quedarse parado por propia elección, pero esto pondría más en evidencia las intenciones del lector espía, por lo que es preferible, no forzar la elecciones sino, por obligación, tener que quedarse parado.
Por la mañana, los lectores espías prefieren los diarios, para enterarse de las noticias y comenzar el día bien informados, ahorrándose unos pesos al no tener que comprar algo que algo otro día ya no sirve más que para envolver huevos. Por la tarde y por la noche, pero nunca de madrugada, prefieren la literatura. Algunos lectores espías prefieren los relatos ya iniciados, pues esto incentiva su imaginación, ya que deben figurarse como habrá sido el inicio de la historia. Otros prefieren los textos cortos, que se pueden comenzar y terminar de un solo tirón. Los que prefieren estos relatos son los más estructurados y son conocidos popularmente como “espías de un renglón”. Estos prefieren no soltar nada al azar, de modo que cuando no tienen otra alternativa que espiar un texto ya empezado, prefieren suponer que la historia comienza, en realidad, cuando ellos comienzan a leerla. Los textos preferidos por los lectores espías son los que están siendo escritos en el momento, de esta forma sienten (y de hecho es así) que están espiando a un escritor y no a un lector. Además saben que tienen el privilegio de ser los primeros en leer la obra y hasta quizás de ser los únicos en leerla. Por otra parte, estos escritores viajeros (otros interesantes especímenes que nos dedicaremos a estudiar) son difíciles de encontrar y se supone que no se molestarán en fijarse a su alrededor, pues están completamente concentrados en su escritura, dejando paso libre al lector espía, quien no tendrá ninguna complicación para leer el texto.
Hay una cosa que los lectores espías odian: esos lectores originales, que se niegan a compartir el texto, impidiendo que el lector espía pueda entrar en el universo de las palabras en forma clandestina. Estos amarretes de la literatura son capaces de poner su mano en la hoja tapando el texto a cualquier ojo ajeno. Otros deciden guardar el texto, siendo capaces de dejar de leer con tal de que otro no lo lea. Frente a estos casos, los lectores espías utilizan cualquier tipo de artimaña acrobática para poder continuar con la lectura. Asimismo, los lectores espías están decididos a terminar el relato y pueden llegar a bajarse varias cuadras después de la parada que les correspondía.
Todos hemos sufrido alguna vez la mirada de un lector espía, pero también, todos hemos sido alguna vez un lector espía, porque, el lector espía, es una de esas cosas que a todo nosotros nos gusta ser.

Apreciación desde la madrugada(sin fines de lucro)

Yo lo vi todo. Fue en una de esas noches en las que es preferible estar con la frazada hasta los ojos, tapándose la nariz y sin poder respirar, que en un bondi de vidrios empañados y radio encendida. Tenía la cabeza apoyada en la ventanilla cuando el colectivero me despertó. Estaba en la terminal de ómnibus y el amanecer ya comenzaba a activar despertadores. Unas quince cuadras me distanciaban de mi casa, diez por la misma avenida y cinco por Monteverde. Monteverde 856 si alguien pregunta. Los mozos servían desayunos en los bares de la avenida y los perezosos se despedían otra vez del lugar donde más les gusta estar.
Siempre que sucede algo, sucede al final. Sino no hay cuento, no hay vida ni salida. Si un chico quiere besar a una chica tendrá que esperar hasta las últimas horas de la noche para encontrar el momento adecuado. Sin embargo hay otras veces en que el tiempo pasa sin sobrarle nada, y esa vida se diluye, se pierde y difusamente se convierte en un baldío. Pero si algo cambia, debe ser en un instante, sin preámbulos, sin roces. Y ese cambio es una manera efectiva y riesgosa de concretar los actos, tomándolos por sorpresa.
Lo bastante cerca de mi casa como para detenerme, una cuadra antes de Monteverde, yo lo vi todo. Puedo dar declaración a los medios y hasta a la policía si es que resulta necesario. El repartidor de diarios se cruzó. Venía en bicicleta y a contramano. Un camión venia por la avenida y se lo llevó puesto. El chofer del camión bajó a la calle mientras gritaba y lagrimeaba un poco. Yo hubiese llamado a la ambulancia pero no tenia monedas para el teléfono público. Decidí seguir caminando. Cuando llegue a casa, fui al living y encendí la televisión. El canal de noticias ya se encontraba en el lugar del accidente. La ambulancia no. Di algunos pasos, tomé el teléfono, me comuniqué con el hospital y reporte los hechos. No dije mi nombre. Tampoco me lo preguntaron. Me contestaron que la ambulancia estaba en camino, “gracias por su ayuda” y la voz de alguien que nunca voy a saber quién fue se convirtió en un instante en pulsos telefónicos. Volví al living y continué mirando la pantalla. Estaban filmando algo cerca de mi casa. Yo había estado allí, pero me había ido. El camarógrafo enfocaba al chofer( el reportero no aclaraba que era el chofer, lo suponía, pero yo lo sabía, estaba seguro, yo había visto a esa persona bajarse del camión luego de atropellar, hacia sólo unos minutos, a una persona).De fondo, el canillita tenía los ojos cerrados y a mi se me ocurrió que quizás alguien que enchufó la tele para ver la temperatura en lugar de sentirla, podría haber llegado a pensar que ese canillita sólo estaba durmiendo. Sí, durmiendo en la mitad de esa avenida. Al chofer le filmaban la espalda. Tenía una campera de nylon celeste con una inscripción y la leyenda de alguna marca de galletitas de chocolate. Alrededor del ellos dos había una bicicleta con el manubrio dado vuelta, la rueda delantera se había salido y se encontraba unos metros más adelante que el resto del vehículo. La cámara también lograba tomar algunos diarios que estaban desparramados por el lugar. La sección espectáculos tenía en la tapa una fotografía del director de cine ese del que tanto se está hablando ahora. Decidí irme a dormir cuando mostraban una camilla y unos cuantos enfermeros entrar en escena.

martes, 26 de agosto de 2008

GERMINANDO

El embrión no sabe que forma tomará. El embrión mutará en cualquier momento hacia lugares inesperados. Nace con formas de textos, prosas y letras y en algo va a terminar. Aún nadie lo sabe. En concreto: necesidad de mostrar una producción que empezó en marzo de 2007 y va mutando. Necesidad de generar más de un embrión, que todos mutemos y hasta quizás que la mutación sea conjunta. Lo que yo acá publico no existe con intenciones de algo específico, sino alrevés, surge de un vacío, una necesidad de enmarcar algo en un lugar. No busco generar algo particular en ustedes, los lectores,sin embargo, en el genial caso en que lo haga, espero que eso sea un aporte a sus propios embriones. Por ahora nada más, y ojalá, mas allá de toda esta palabreria, que lo disfruten.
Juancho