jueves, 9 de julio de 2009

Caer y recaer

El avión bajó de los cielos. Su posición fue cambiando desde la completa horizontalidad que tenía mientras volaba hacia la casi verticalidad cuando el arribo era inminente. Sin embargo, a pocos metros de la superficie, retomó esa posición horizontal, desplegó sus veintidós ruedas de aterrizaje y tocó el suelo. Los pasajeros de cinturones ajustados no sufrieron más de lo debido. Era un avión chico y entre las aeromozas y los pasajeros, a lo largo del viaje se fue desarrollando una cierta confianza entre sí, algunos vinos circularon en primera clase y eso fue a propósito. Gracias a esas útiles copas de vino, nadie se dio cuenta que algunas horas antes del aterrizaje, casi a la mitad del vuelo, un pasajero de mucho dinero y alto funcionario de una empresa de traslados españoles, se tiró del avión en lo que podría ser una especie de paracaídas. Y es especie porque no era un paracaídas en su totalidad, porque falló y si algo falla entonces su funcionalidad no existe y si su funcionalidad no existe podríamos concluir que lo que el empresario de los camiones españoles se puso en su espalda no era un paracaídas sino algo parecido.
El resto de los pasajeros, que resacosos por el vino de primera calidad que meses antes la empresa aerolínea dueña del avión y por ende, encargada de todo lo que respecta al mismo, había comprado en los altos viñedos de Mendoza, pudieron descender sin ningún tipo de problema. La secuencia fue la siguiente: antes que el avión finalice definitivamente su vuelo, es decir, aún cuando las ruedas recorrían algunos metros de la pista de aterrizaje, la mayoría de los pasajeros ya se habían quitado ese molesto aunque útil cinturón de seguridad, y esperaban en una civilizada fila frente a la puerta del avión. Cuando esta se abrió, ahora sí en un completo, divertido, exasperante y extraño caos, los pasajeros borrachos (pues la resaca cuando aparece un síntoma de diversión o adrenalina se convierte en borrachera nuevamente) bajaban del avión y se movían y se chocaban entre sí y buscaban sus maletas para poder tomar sus taxis y llegar a sus casas y saludar a los hijos y dormir en un colchón de dos plazas junto a sus esposas o sus perros y levantarse mañana sin dolor de cabeza y comprar carne, sin sospechar siquiera que uno de los grandes compañeros de avión y vinos de la noche anterior no había tenido el mismo destino que todos los demás, que ese se había tirado con un paracaídas que no debía fallar, pero falló.


Nadie cayó al suelo. Nadie murió por accidentes aéreos esa tarde. Nadie siquiera tocó con sus pies el suelo, bajando en paracaídas, ni desde el avión ni saltando desde alguna roca cordobesa. Alguien podría haberse hecho un clavado desde esa roca alta que nadie se le anima, hasta esa olla en la mitad de un arroyo. Desde la roca hasta la profundidad de la olla que corta con la monotonía de un arroyo cordobés anónimo. Podría ser algún viajante, que sin guía fue a recorrerse la montaña, acompañado por alguna muchacha y encuentran la olla y deciden parar un poco de caminar, sentarse un rato y comer un poco de chocolate o choclo en lata. Después del chocolate o lo que sea, sin malla pero en cueros, el hombre, por pura sorpresa y divertimento, se involucra y realiza un clavado formidable, sin saber la profundidad de la olla ni el espesor del agua de Córdoba, y sale sangrando en la cabeza. Un rasguño nomás diría y ahí el día se pudre, se vuelve negro, un día más en este viaje de mierda para el olvido, bajemos rápido, lo más rápido que podamos, antes que te desmayes, estas perdiendo mucha sangre. Pero además se olvidan la remera, por el apuro, y se raspa el muchacho con alguna rama, porque no hay sendero ni camino que los lleve a ese enfermero que tanto necesitan ahora. Pero eso tampoco pasará porque nadie cayó al suelo hoy, ni al suelo en la mitad del campo ni al suelo arenoso de esa olla profunda como para hacer locro para tres mil personas o un poco más. Todo hubiese sido diferente si no era ningún turista el que se arrojaba a la olla como zanahoria en salsa de tomate. Si el cordobesito se llevaba a la porteña para tocarla un poco ahí en la mitad de la montaña y poder mezclarse aunque sea por un rato con la naturaleza, y para impresionarla también le mostraba su habilidad como clavadista profesional y ella, luego de la demostración y mientras él se secaba, le proponía que se vaya a la Capital con ella, que era joven y podía tener una carrera exitosa ningún herido hubiese aparecido. Pero tampoco nadie se lastimó, nadie se raspó con las ramas, nadie fue al médico ni tuvo levante con la porteñita esa tarde. Nadie cayó al suelo esa tarde. El hombre que había saltado desde el avión en paracaídas, tampoco cayó al suelo. Ese hombre, también anónimo, como una olla cordobesa o como una zanahoria en su salsa, quedó atrapado en una nube.